Al finalizar los años treinta,
Maximino Ávila Camacho, gobernaba como rey el estado de Puebla. Nadie hacía
brotar de su corazón un destello de cariño, salvo su adorada mascota, a quien
cuidaba con la devoción de un padre. Era un inmenso león africano y se llamaba “Chacho”. Maximino mandó construir una
jaula para solaz y esparcimiento de su felino y con él se revolcaba jugando a
las luchas: era su máxima adoración. Una mañana, Chacho amaneció muy enfermo. A petición de Maximino, intervino el
doctor Manuel Cano, que sin ser veterinario advirtió que el animal agonizaba
por lo que recomendó el diagnóstico y cuidados del veterinario Atanasio Zafra. Nada
pudo hacer éste, Chacho murió a los pocos días. Temiendo que la ira de Maximino
se desatara sobre el veterinario, el doctor Cano se las ingenió para salvar la
situación: “Con todo respeto, el único
culpable de la muerte de su león, es usted, mi general” –dijo el doctor--. El
gobernador cambió su ya casi iracundo rostro por una mueca de desconcierto. El médico
prosiguió: “Tanto le daba de comer,
privándole del ejercicio que por naturaleza deben realizar estas fieras, que su
estado sedentario llenó de grasa su corazón hasta convertirlo en un león con
problemas cardiacos”. La explicación le pareció razonable a Maximino. Ambos
médicos respiraron profundamente. Habían evitado la furia de la verdadera
fiera.
Relicario Mexicano. (2001).
Alejandro Rosas.
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