El compositor estadounidense George Gershwin pidió
a su amigo el pintor mexicano David Alfaro Siqueiros un retrato. Aceptada la
idea, llegó al día siguiente a su elegante apartamiento de Park Avenue, en
Nueva York, con una tela de 40 por 60 centímetros, aproximadamente.
Pero para ese entonces el cliente ya había
cambiado de idea.
Después de observarla un momento, George dijo:
--Anoche he estado pensando, por qué no me pintas
mejor un retrato de cuerpo entero.
--En ese caso —le dijo— tendré que venir mañana
con una tela mayor, cuando menos con una tela de 1.80 metros de alto
por algo así como 1.25 de ancho.
Encargó la tela, y se presentó con la tela
convenida para el retrato convenido.
Cuando Siqueiros disponía del material necesario
para comenzar la obra, ocurrió algo inesperado. Una vez más George había
cambiado de opinión.
--Sabes —le dijo— que me gustaría que me pintaras
tocando el piano y de ser posible en el foro del teatro.
Y así la idea original del retrato había devenido
en un pequeño mural.
--George —replicó Siqueiros— lo que tú quieres ya, en realidad, es un pequeño
mural... pero lo haremos.
En una tela de 3 metros de largo
por 2 metros de ancho, empezó, por fin, ya definitivamente, el
retrato de George Gershwin. Muchos meses pasó trabajando en una pequeña pieza
del elegante apartamiento de Gershwin. Pintó al músico referido tocando el
piano en el inmenso foro del teatro ¡y a todo el teatro! El teatro que pintó, tenía
capacidad para algo así como unos 50.000 espectadores. En efecto, con un procedimiento
impresionista pintó multitudes y multitudes y multitudes, de tal manera que no
queda un solo lugar de la tela en que no haya un minúsculo puntito
correspondiente a un espectador de cuerpo entero, aunque sólo se le viera la
cabeza. Naturalmente, en aquel enorme conjunto de pisos y pisos curvos, con
palcos y palcos y localidades de todas especies, el retrato mismo de George
Gershwin no podía ser más grande que de 10 o 15 centímetros. Y el piano,
en su equivalente.
Cuando el retrato estuvo terminado, George
Gershwin le dijo:
--Tu cuadro es maravilloso, Siqueiros. E
indudablemente ya nadie, ni el mejor pintor del mundo, podría hacerle algo más.
Pero yo, sin embargo, tu amigo músico, pintor también de talento, según tu
amable opinión, quiero pedirte un favor: que en las primeras localidades del
lunetaria, pintes a todos los miembros de mi familia, a mi papá ya muerto, al
más querido de mis tíos, hermano de mi padre, ya muerto también, a la esposa
del más querido de mis tíos, igualmente fallecida, pero también a mi mamá, que
vive, y a mi hermano el despilfarrador y a mi primo el tramposo y al otro que,
estudiando para cura acabó siendo gigoló. Y si te sobran lugares, por favor
pinta también a los dos buenos administradores que he tenido en mi larga
carrera musical, porque de hecho todos los otros fueron unos ladrones, y a esos
no los pintes, y si los pintas, píntalos de manera inconveniente para ellos.
Con infinita paciencia el pintor puso nuevamente
manos a la obra. Empezó, por
localizar las fotografías de los ya muertos que tenían derecho a ser
retratados. Después, a fijar fechas para las sesiones de pose de los vivos. Y
entre ellos, naturalmente su mamá. Con los retratos de los inexistentes y las
periódicas sentadas de los existentes, trabajó y trabajó, casi con plan de
miniaturista, porque son figuras que tienen dos centímetros, cuando mucho, en
aquel inmenso conjunto, hasta dejar totalmente terminado el cuadro.
La terminación de su retrato casi enloqueció a
George Gershwin de alegría. Aquello había que celebrarlo de la mejor manera
posible, y la mejor manera, según ambos, era un banquete con treinta muchachas
en el cual sólo Gershwin y Siqueiros fueran los varones. Y así se hizo. El
banquete tuvo lugar en el Waldorf Astoria de Nueva York.
Casi temblando, George Gershwin dijo entonces:
--Jamás hubo en la historia del mundo dos moscas
más ahogadas por la miel que nosotros...
Sin embargo, el entusiasmo de Gershwin por su
retrato no decreció aquella noche. En un momento dado le pidió a Siqueiros que
salieran al corredor. Ya en el corredor le dijo al pintor:
--A ese retrato, Siqueiros, le falta algo.
--¿Cómo? —le dijo con la voz completamente ahogada.
—George, si hay 50,000 espectadores y como tú ya empezaste a tocar ya cerraron
las puertas y no dejan entrar a nadie ¡creo que esto lo prohibirían hasta los
mismos bomberos! No, George, no, yo soy el primero en impedir que alguien te
interrumpa.
Después, lentamente, separando cada una de las
palabras, con voz cada vez más baja, con voz descendente, le dijo:
--¡¡Le faltas tú!!
Al principio no comprendió lo que quería decir con
aquello, y sintiéndose un poco lastimado le dijo:
--¡Cómo!, ¿tienes la impresión de que no parece
una obra mía?
--No —le dijo— le faltas tú mismo, tú, en persona.
¡Le falta tu autorretrato!
Pegando un salto, le dijo:
--Pero a dónde lo meto, ¡si ahí ya no cabe ni un
perro pequinés metido debajo de los asientos!
George Gershwin fue implacable: faltaba Siqueiros y se tuvo que pintar, metiendo la cabeza en
un rincón del foro, y precisamente al lado de los focos, de esos que queman más
que una estufa de gas.
Siqueiros concluye la crónica de aquel trabajo tan
peculiar haciendo una advertencia a quien vea el cuadro: “El que observe el retrato tendrá que trabajar bastante para descubrirme
a mí en aquel concierto ultramonumental de George Gershwin, en un teatro
inexistente y rodeado milagrosamente de todos sus parientes muertos y de todos
sus parientes vivos...”
Me llamaban
el Coronelazo (1977).
David Alfaro
Siqueiros
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